Muchas veces la gente me acusa de ser un perturbado vital, un deprimido, o que simplemente me gusta todo lo decadente y la tristeza que puede llegar a desatar, me incrustan una imagen romántica que yo nunca quise poseer.
Yo, para todos aquellos que se dignan de considerarse felices, les afirmo que la felicidad es una auténtica hipocresía. Entonces me diréis, «¿cómo no te suicidas, ya que la felicidad no existe?».
Yo desde muy pequeño, cuando me fueron dadas todas las tradiciones esenciales en el ser humano, como el lenguaje, la vida en sociedad, la familia, los amigos, absorbí sin querer una parte transcendental a todas aquellas cosas. Me parecían demasiado bonitas para pensar que cualquier día pudieran dejar de existir. Demasiado complejas e inexplicables. Veía una simple bandera, como puede ser la republicana, la bandera que simboliza la libertad, y pensaba que podría estar una vida entera pegada a ella, a su visión, y posiblemente jamás llegar a dar con su descripción correcta. Puede que de ahí viniese mi vena poética.
El mundo es tan complejo que nos esforzamos día a día por individualizarlo y hacerlo pequeño. Un día te levantas y descubres que eso no es así. Que no es tuyo, sino de los demás. Que esa porción de realidad no ha sido descubierta por ti, sino que ya estaba ahí. Que no has sido el único en llegar a tenerla, sino que ya la han tenido. Entonces, ese ideal de individualización de las cosas se rompe y vuelve a su estadio original que es el de la complejidad y el máximo misterio. Sufrimos entonces una pérdida, un sentimiento de aflicción al descubrir que aquello que parecía tuyo y te servía, es de los demás y de la naturaleza en su conjunto.
Esto confronta con la felicidad. Sinceramente, y a muchas personas les he dicho, yo voy por la calle y todo me parece tan decadente que no puedo quedarme mirando. Si de verdad me parara a observarlo día sí día también acabaría cansado, al dejar una vida entera atrás por conservar ese sueño que se me ha presentado, pues el objeto o la realidad, como dije antes, es tan complejo que moriríamos y él seguiría siendo. Todo lo que nos rodea, por raro que parezca, está cargado de tanto misterio y extrañeza, que se necesita conocer, y ese conocimiento dura más de lo que dura nuestra propia existencia.
Ahora, amigos, la tristeza de todo el mundo y todos nosotros se extrae e ahí. De la soledad extrema que alguien presenta cuando ve que todo lo que conoce, todo lo que le rodea, cae por su propia inercia y es imposible atraparlo.
Es una soledad que no conoce de medidas de angustia y sufrimiento. Una soledad que hace que caigas en un pozo desde entonces y para siempre, cuando te das cuenta de todo ello. No tristeza, soledad. Todo debe quedar comprendido, sin embargo, los raros somos nosotros.
Posiblemente me honren de artista o filósofo, por decir estas palabras e intentar demostrarlas, pero amigos, ¿acaso no podéis estar más de acuerdo conmigo? ¿No sentís aquello que yo siento? Una soledad que solo se disipa en las relaciones sociales y en el propio arte.
Puede que todo decaiga con el tiempo y a medida que crecemos, «La vida es una decadencia», diría un Verlaine, pero ¿acaso no nos reconforta en gran medida la sonrisa de alguien a quien haces bien y te hace bien? Puede que ese momento dure un instante o una tarde, un día si no, o varios meses o incluso años. Pero amigos, la felicidad reside ahí, en el otro, en las miradas de comprensión y socorro que el otro nos ofrece. No olvidéis nunca a todas aquellas personas que os hicieron ser felices, aunque el tiempo pase e irremediablemente os separéis de ellas, eso viene a dar igual. Recordad la felicidad sentida al compartir momentos con ella, momentos que ahora en la memoria duran una eternidad y sirven de Ángel Guardián para aquellas noches, como diría el genio Lou Reed en «Coney Island Baby», quisierais vender vuestra alma al mejor postor y tirar todo por la borda.
En segundo lugar, como dije está el arte. La mañana en la que agarré una guitarra con un grupo de personas y nos pusimos a tocar al unísono, sentía una especie de electricidad y magnetismo. Todas nuestras miserias (palabra muy usada en todo mi repertorio) se unían y formaban una sola. Ese efecto disipaba esa amarga soledad de la que os hablaba antes. Por una simple habilidad de trastear sobre un mástil y arrancar voces más profundas de lo que parecerían, compartimos toda esa soledad y se transformó en unión perpetua. Y nunca olvidaré ese momento, pase el tiempo que pase y aunque no vuelva a oír una guitarra en mi vida, ese momento dura de ahí a la eternidad.
Ahora, os dejo con una canción que os hará reflexionar sobre todo esto y que posiblemente os haga entender más o menos de todo lo que he hablado.
«Con los pájaros volando compartiré esta solitaria vista»